El alemán Matthias Steiner debe sentirse orgulloso de su fortaleza.


Y tras alcanzar su meta, se dobló, tiró las pesas y en el escenario, se hincó, se puso a gritar como niño sorprendido por los juguetes de Navidad, abrazó a su entrenador, lo cargó, gritó, fue por un momento el hombre-niño más fuerte y el más feliz de todos.

Nadie habría imaginado que ese hombre que vencía gravedad y cientos de kilos podría desmoronarse, no kilo a kilo, sino lágrima a lágrima.
Al recibir la medalla de oro, Steiner se volvió endeble, tomó un ramo de flores, saludó cortésmente a la asistencia y mostró con orgullo la foto de su esposa, Susann. Ahí, el pesista no contuvo las lágrimas y lloró. Susann podría estar orgullosa también de Steiner si estuviera viva.

Difícil saber si las lágrimas era de gozo o tristeza. Muy por encima del frío metal, el aplauso, la preocupación por el dolor muscular o la envidia de sus contendientes, el atleta tenía en mente a una mujer.
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