jueves, octubre 13, 2011

Adrián Gamundi (1969-2011)

A Adrián Gamundi lo conocí en septiembre de 1981. Sentado en una tabla sostenida entre ladrillos, pegado a la pared del fondo del salón de primero D de la Secundaria Federal número 2.

Era larguirucho, con un poco de disfonía al hablar y con el otro apellido que le venía muy bien: Moreno.

Tengo el honor de haber notado que en vez de boca, la naturaleza le había dotado con un pico de pato, razón natural para apodarle, lógicamente: El Pato.

Quizás en el fondo no le gustó, aunque muchas veces se presentaba orgullosamente así, su venganza ocurrió el día que quiso comprobar la resistencia de mi reloj Mido jugando basquetbol con él como lo veíamos en un comercial de la TV ochentera (solo que el del comercial era Timex).

Cursamos toda la secundaria entre un zoológico de compañeros: perros, zorros, peces, tuzas, pollos y hasta un homínido cuaternario.

Adrián migró su fanatismo del Cruz Azul al América sin darse cuenta y en esa época disfrutamos los campeonatos que las Aguilas le arrebataron a sus archienemigos. Le fuimos al equipo más consistente de la Liga Mexicana de Beisbol, Los Petroleros de Poza Rica (siempre estaban en último lugar de su zona), a los Dodgers en tiempos del "Toro" Valenzuela, disfrutamos cada victoria y cada derrota de los Acereros de Pittsburgh y hasta los lances de Canek desde la tercera cuerda.

Fuimos mezcladores de baladas en un stereo de una marca desconocida llamada Stenius, descubrimos a Louis Armstrong 25 años después de su muerte y desgastamos hasta donde se pudo botones y dedos en un arcade llamado Defender (el original de Williams del 1981, no fregaderas).

Fue el tiempo de ver películas en grupo en los contados cines de Poza Rica, de ensayar los sábados en el coro de la Federal con los maestros María de la Luz y Matías y de forrar libretas con las espectaculares fotos de aquella vieja revista llamada AutoMundo Deportivo, una versión mexicana de Sports Ilustrated.

Veíamos con la misma fascinación a las niñas bonitas de la escuela que a Jack Lambert, Alain Prost, Tin Tan o Carl Sagan, podíamos enamorarnos de la misma estudiante de otra escuela como de una frase escondida en Pedro Páramo... y sin pelearnos.

Adrián profesaba una extraña admiración hacia sus hermanos, adoraba hablar de ellos, de Miguel, de Juan, de Carmen y de Sonia, no recuerdo una molestia o crítica feroz para las virtudes o defectos de la gente que vivía con él.

Enfrentó con entereza el deceso de su hermano Enrique y de su abuela Licha, que entre los Gamundi, aunque fueran mayores, era los más pequeños de su familia.

Adrián tenía un fascinante amor por todo su clan, todos, a decir de él eran unos cabrones, pero los idolatraba, no perdía oportunidad para enaltecer las borracheras o chingaderas que hiciera uno u otro.

Le fascinaba tanto su familia como La Tremenda Corte, de la cual no nos cansábamos de platicar como si fueran capítulos de estreno, siendo que el último de esa serie lo habían transmitido en Cuba en 1958.

"El Pato" huyó de la prepa a la que nos llevaron y lo hizo oportunamente, yo tardé un año más.

Ya en escuelas separadas compartimos nuestra conciencia social leyendo las Proceso que caían en nuestras manos, intercambiando libros y criticando a Televisa, el PRI y a la religión como si al charlar se pudiera cambiar al mundo mientras caía el Sol.

Si la noche llegaba, no había problema, nuestra afición por astronomía (y el desconocimiento de la misma) nos permitía hacer las mismas teorías básicas que los egipcios y mayas que no sabían astronomía tuvieron al mirar las estrellas.

La universidad nos recibió ya por separado y poco a poco el tiempo marcó distancia física entre ambos.

Al inicio de los noventa ya sólo quedaba algún tochito callejero, una sesión de tiros libres en la cancha de alguna escuela, el presumir que habíamos conocido a alguna chica a la que nunca le hablamos o intercambiábamos música que ya distaba en gustos uno del otro. La frecuencia con Adrián fue menor, pero ya había sido suficiente para conocer quién era y qué hacía en este planeta lejos de Criptón.

Mientras él se fue a ejercer la contaduría yo opté por el periodismo, mientras él se apasionaba leyendo comics yo hacía caricaturas, mientras él se volvía consejero yo dejé Poza Rica.

Me tocó escuchar de él análisis sobre el trabajo de Stan Lee y de los entretelones de alguna historia bizarra de Batman o Superman que yo olvidaba de inmediato, y es que con Adrián había agotado el tema cómic con Batú, el Capulinita y el Transas.

Adrián tuvo entonces el atino de volverse promotor de algo, un tipo de activista involuntario que concentraba la afinidad por el cómic, hasta me sorprendió saber que era famoso en una sociedad a la cual los medios han tenido olvidada.

Se volvió héroe de un grupo de chicos, armó una, dos, decenas de eventos relacionados con las viñetas y los héroes, contactó gente del medio y se movía en ese mundo como pez, mejor dicho, como pato en el agua.

Dijo que se enamoró varias veces, pero sólo se casó en dos dos ocasiones, aunque aquí entre nos, su gran gran amor, y me lo confesó por escrito, eran esas galletitas que parecen polvorones que él, no sé de donde sacó, que se llamaban "rodeos". Llenos de azúcar, estaban completamente fuera de su dieta, aunque los añoraba como a una mujer, tan lejos de su alimentación como la Coca Cola normal (y qué ironías, él trabajó para esa marca de refrescos).

Un día me habló de la diabetes como si fuera una gripa, las ironías y su mordacidad parecían que eran el mejor antídoto contra un mal que lo minó desde pequeño.

Mis últimas pláticas con él, ya con la tecnología de por medio, estaban llenas de nostalgias y reclamos suavecitos.

Me dijo un 13 de mayo que se sentía mal, pero que se las ingeniaba, que para eludir a la muerte se disfrazaba de mormón porque quería seguir en el planeta mucho tiempo.

"Me anda correteando la muerte, pero me doy mañas para que no me encuentre... acepto tips".

Yo le decía, que aunque no lo creyera, yo recordaba a mucha gente querida en Poza Rica, entre ellos, él mismo, el Pato reviró así: "Mejor paga mi viaje al Puerto, eso me daría mucha vida y una manera de embaucar viáticos".

Y me amenazó: "Como quiera, no te voy a invitar a mi cafeteada, quiero descansar en paz y tu no desaprovecharás la ocasión para chingarme".

Aquel día de mayo de 2011 le pregunté si extrañaba algo a sus 42 años y me respondió: "Muchas cosas, pero es irresistible saber qué hacen todos mis muertos, a ellos los extraño mucho y no me aburriré, chance haga otro departamento post mórtem".

Hoy, a más de un día de su muerte y a una hora de su sepelio, es inevitable pensar que Adrián sigue vivo y, no es que le hiciera caso sobre ir a su sepultura, hay una horrible sensación de vacío de no poder ir a verlo y reclamarle que morirse sin avisar no es de amigos...

El post podría crecer mucho más, pero, pensaré que Adrián ya debe estar refunfuñando retacándose de rodeos y a la vez hablando con esa voz que parecía que se le atoraba en la garganta y oirlo hablar de su perro Panzón, de su gato gris, de todas sus ocurrencias... y tomando mucho refresco sin preocuparse de que sea light.

Descansa Adrián, te voy a extrañar mucho...

Córdoba, Ver., 14 de octubre de 2011

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